lunes, 12 de octubre de 2009

Labios de miel

Untaba su dedo índice en el frasco de miel y se lo pasaba por los labios golosamente. Rojos, deslumbrantes, brillaban con la luz de la luna.

La noche estaba fresca, algo caliente por la llegada del verano. La muchacha guardó el frasco en su cartera pequeña y siguió esperando la llegada de su novio. Llevaba dos horas en la banca color caoba y su corta falda llamaba la atención de los escasos transeúntes que por ahí pasaban.

No era seguro que una muchacha tan sensualmente vestida se expusiera a los riesgos de la calle. Su mirada de fiera podía tentar la mente de cualquier desquiciado. Aunque probablemente eso quería la mujer, una víctima sobre la cual lanzarse.

Era muy llamativa, y sin embargo su seducción natural no caía en lascivia. Parecía una doncella nacida de la llegada de la noche, y no una puta, como podría pensar alguien que escucha la descripción de sus vestimentas.

De pronto pasó Isabel, apurada. Tenía que completar su tesis, y corría a casa de Penélope para que le entregara la base teórica de la parte número veintidós del trabajo. Sus pies se movían frenéticos por las baldosas hexagonales de la avenida. Cada veintitrés hexágonos su mirada se iba indirectamente hacia adelante y luego al lado. Cuando ya llevaba doscientas setenta y seis baldosas dirigió su vista hacia el frente para realizar su duodécima inconsciente inspección y lo que vio la desconcertó.

Los ojos de Isabel dudaron un momento en seguir mirando, no obstante se dejaron llevar por la seducción y el calor de la noche. Ahí estaba, Isabel, con su chaleco verde y su boina de niña extraña, parada frente a la imagen más seductora que había visto. Era esa seductora mujer, con sus labios de miel miró sin ningún tapujo a Isabel.

De pronto pasó un bus que rompió con el silencio de la noche, luego el silencio retornó, y con su llegada Isabel comenzó a avanzar otros veintitrés pedazos de suelo cuando la voz de la mujer la detuvo:

  • Perdona... ¿Tienes fuego?

Los ojos de Isabel se abrieron asustados y apenas alcanzó a musitar un “si”. Nerviosamente le ofreció un encendedor a la diosa incógnita que apareció ante sus ojos.

  • ¿Qué me miras tanto niñita? ¿Acaso me conoces?

Isabel se asustó con la pregunta. La mujer la descubrió, sabía que la estaba observando anonadada. No dijo nada, sólo se quedó mirándola, como atontada por la perfección de su rostro, carente de cualquier vestigio de dolor. Era un rostro plácido y encantador, era una especie de ángel caído que fumaba frente a sus ojos de la manera más fina posible.

La mujer, como adivinando las intenciones de Isabel le regaló una sonrisa un tanto despiadada y le hizo una pregunta que le llegó como una flecha en el pecho:

  • ¿Te gusta la miel?

Y antes de que Isabel dijera algo la extraña mujer tiró el cigarro al suelo, se le acercó peligrosamente, le cogió el rostro cariñosamente con las manos y aproximó sus labios a los de ella.

Lento, suave, la noche parecía suspirar, el calor se hacía cada vez más intenso. Isabel no aguantaba más, y el roce de los labios dulces de esa extraña la hacían temblar y le turbaban la existencia. Nunca antes sospechó que iba a pasar eso. Se sentía culpable, más no importaba, era un pecado dulce. Desde que iba en la escuela de señoritas que se moría por hacer algo así. Pero se había callado, nunca le había dicho a nadie algo de su extraña afición por las muchachas- “Ya se me va a pasar” - pensaba ella.

El dulce de los labios, el contacto de las lenguas, los dedos que acariciaban suavemente el rostro, las manos de Isabel en la cintura de la desconocida, un pequeño rastro del humo del cigarro que yacía en el suelo, ignorado por completo. Todo eso hacía estremecer el momento. ¿Habrían transeúntes? Daba igual. Lo único que contaba era saborear, la miel, esa dulce miel que se hacía cada vez más dulce, más dulce y luego... un poco amarga, y más y más, hasta que Isabel abrió los ojos y se encontró en la cama del hospital, un poco acalorada, con el sabor dulce y amargo a la vez de ese desagradable jarabe de miel y propóleo que le habían dado en el hospital para que se recuperase de su falla respiratoria.

La mujer miró un rato a su al rededor y buscó en las paredes de la habitación un rastro de humanidad, hasta que vio un retrato de una mujer muy encantadora con un eslogan que decía “tome coca-cola”. Si, definitivamente era la mujer del sueño. Isabel suspiró y dijo sin pensar que había una enfermera cerca:

-¿Qué fue eso? ¿No me estaré poniendo lesbiana?



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